Esos puñeteros jefes finales que nos las hacen pasar canutas siempre han disfrutado de un lugar privilegiado en los corazoncitos de todos los gamers del planeta. Odiados y amados a partes iguales, suponen el punto y aparte o el punto y final de la narración de cualquier videojuego que se precie. Enormes, minúsculos, difíciles a rabiar, facilísimos... lo esencial es que tengan una entidad lo suficientemente fuerte como para que merezca la pena situarlos al final del accidentado trayecto de nuestro héroe o heroína favorito/a.

Ningún género en los videojuegos puede, de algún modo, prescindir de ese contrincante excepcional, que pone a prueba los nervios del gamer así como toda la habilidad adquirida por éste durante el transcurso de la aventura. El usuario siempre tiene tendencia a buscar ese jefazo final, ya sea en forma explícita al final de una aventura o veladamente, por ejemplo, en un juego deportivo, cuando nos enfrentamos al mejor equipo o al mejor corredor. Y es que en los jefes finales bien entendidos se condensa parte de la filosofía de la dificultad in crescendo tan común en esto del videojuego. Una buena obra jugable es una buena historia, unos buenos gráficos y una buena banda sonora pero, sobre todo, un aprendizaje sumamente satisfactorio cuyo examen final nos aguarda bajo la forma de un horripilante y feroz mutante, una hábil soldado de la segunda guerra mundial o un coloso tan alto como una montaña. Y hay que sacar nota. Al derrota...