Siendo aún púber, cayó en mis manos un videojuego de esos que no olvidas jamás: Super Metroid de SNES. Su carátula no decía gran cosa. En ésta aparecía alguien enfundado en un traje espacial nada discreto disparando su cañón láser contra un cruce entre murciélago y dragón. Bastante bizarro, por cierto. Tras introducir el cartucho en la consola y encenderla, apareció el logo de Nintendo. Para mi sorpresa, no sonó una moneda ni una melodía jovial. A mis oídos llegó una nota, repetida como una pulsación a la que se sumaba un sonido gutural, extraño e inquietante a partes iguales y en la pantalla fue apareciendo, poco a poco, un laboratorio, unos monitores y una cápsula. En su interior, se encontraba un metroide.
La fórmula no era simple. Yoshio Sakamoto y el diseñador Hiroyuki Kimura concibieron algo más que un simple plataformas. Desde el momento en el que abandonabas tu nave para pisar la superficie de Zebes, quedabas irremediablemente atrapado en su misteriosa atmósfera. Era un concepto evolucionado de los anteriores Metroid, cuyo aumentativo "Super" le venía ciertamente al pelo. El progama estaba concebido como un gran laberinto, que se desplegaba majestuosamente conforme íbamos adquiriendo distintas habilidades y venciendo a los temibles final bosses. La acción era accesoria. Lo importante era el componente de exploración y la resolución de numerosos rompecabezas para poder avanzar. De hecho, el jugador era incapaz de atar todo...